El cómo va a vivir en primera persona la enfermedad partiendo de ese precedente es una cuestión abierta que depende de quien va a realizar un acompañamiento profesional de su padecimiento y como lo va a hacer.
El profesional se va a tener que situar al otro lado de la camilla. Esto puede desencadenar diversas reacciones como tratar de controlar la enfermedad y vigilar a sus cuidadores, aunque tampoco es infrecuente que pueda “rendir” sus defensas de modo que incluso renuncien a participar en cualquier decisión en relación a su propio tratamiento e hasta es posible que no soliciten detalles de su diagnóstico o de su tratamiento, para sorpresa de los colegas más concienciados con la participación del paciente.
Se puede aprender el valor de los gestos de simpatía y apoyo de los que le cuidan y la importancia de los pequeños detalles. Pueden volverse sensibles a la falta de privacidad y a la no tan infrecuente deshumanización de la atención sanitaria.
Todo esto debería ayudar al médico
enfermo a ser más sensibles y compasivos con sus pacientes, pero esta
transformación no siempre esta exenta de efectos secundarios. Es posible
que el médico tenga dificultades para alcanzar una cierta distancia
terapéutica que es imprescindible en la atención médica y obstaculice la
posibilidad de realizar una disociación instrumental alejándose,
aunque sin perder del todo contacto con ellos, de sus sentimientos para
evitar “actuarlos” en la consulta.
En fin la enfermedad es para el médico y sus cuidadores un reto. De cómo
se afronte por ambos dependen las consecuencias para el protagonista.
En cualquier caso la educación dirigida a sensibilizar a los médicos
ante el sufrimiento y desarrollar su capacidad de llevar a cabo una
atención humana no puede depender la ocurrencia de eventos patológicos
personales sino que disponemos de otras estrategias y recursos que deben
incorporarse a la educación médica a todos los niveles.