Se trataba de una psicóloga clínica de poco más de 50 años que hacía 6 que había sido diagnosticada de un cáncer de pulmón, que no era de célula pequeña, en estadiaje 4. La paciente recibió tratamiento quirúrgico, quimioterápico y radioterápico, y con cada nueva recidiva, que tuvo unas cuantas, el oncólogo siempre tenía a punto un nuevo tratamiento, que afortunadamente funcionaba. Con todo ello, la paciente pudo mantener su ajetreada actividad profesional y su expectativa era conseguir revertir la sentencia de muerte por una enfermedad crónica.
El problema de esta paciente era que, con el tiempo, se había dado cuenta de que esta era una especie de conversación que no podía tener con su oncólogo. El hombre era incapaz de afrontar preguntas del tipo "¿Y si las cosas se tuercen?". Y aún peor, cada vez que la paciente le agobiaba con preguntas de este tipo, la reacción del médico era sorprender con un nuevo tratamiento. "Ya verá cómo éste irá bien, y así no será necesario que piense tanto".
El proceso clínico de mi nueva paciente se mantuvo estable durante el año siguiente, hasta que comenzó a tener dificultades para concentrarse en el trabajo. Entonces descubrimos que había desarrollado una metástasis cerebral y, de acuerdo con el oncólogo, le prescribí corticoides, con el fin de reducir la inflamación alrededor del nuevo tumor, y un psicoestimulante para mejorar su estado de humor. Con ello, la paciente pudo mantener una cierta actividad profesional, aunque un poco más reducida. Hasta que al cabo de unos meses, ese tratamiento paliativo ya no fue suficiente y los síntomas neurológicos empeoraron. Entonces el oncólogo se sacó un nuevo conejo de la chistera con una pauta de quimioterapia intratecal, lo que me forzó a llamarle: "¿Dónde quieres ir a parar con esto?" En el otro lado del hilo se hizo un silencio, hasta que terminó admitiendo que ya no sabía qué hacer con aquella paciente y que se había visto moralmente obligado a poner algo en la mesa porque no quería que ella pensara que tiraba la toalla.