En los últimos años, los gobiernos estatales y regionales han encontrado la manera de librarse de ambos problemas, el económico y el de la conflictividad social: ceder la gestión de la sanidad pública a empresas privadas (constructoras, bancos, multinacionales,
empresas de capital riesgo, aseguradoras, etc.), pagándoles un dinero fijo que depende del tamaño de la población atendida para que se hagan cargo de la atención sanitaria de esa población. Pero las empresas, obviamente, entran en el negocio esperando obtener beneficios.
El problema es que (de momento) la sanidad pública sigue siendo gratuita, no genera beneficios, por lo que las empresas sólo tienen una forma de ganar dinero: ahorrar parte del dinero que reciben de los gobiernos.
Asistimos a un momento histórico, en el que el derecho a la atención sanitaria universal, gratuita, y en igualdad de condiciones, que conquistaron nuestros antepasados, está siéndonos arrebatado para engordar las cuentas de resultados de un puñado de empresarios.